- Tus ojos azules son objetivamente maravillosos. Parecen tener unas sutiles pinceladas de verde también, como una esmeralda, o como el cielo, o como el mar infiltrado en compañía del sol, con una complicidad pícara en un bosque de alerces antiguos y exóticos arrayanes exhibiendo orgullosamente un color canela.
- Gracias, pero no son míos. – Respondió ella con sinceridad. Se los quitó y los dejó sobre la mesa.
- – Respondió él algo sorprendido al ver que la chica podía quitarse los ojos. – Bueno tu nariz respingada. ¡Es tan extraordinaria!, si al ver tu perfil recuerdo a la dulce Atenea, diosa de ojos de lechuza, descansando en el inmortal Olimpo.
- Te agradezco de nuevo, pero tampoco es mía. – Dijo la chica y con un movimiento, se quitó también la nariz y la dejó sobre la mesa. El hombre completamente azorado tomó sus manos.
- Estas manos, tan tersas, tan suaves e inefables. Apuesto mi vida entera y la de mis pares a que son las causantes de la más dulces y excelsas caricias de todo el mundo.
- Gracias de nuevo, respondió ella, pero imaginarás… Y con un movimiento de brazos y codos, se quitó sus manos y las dejó también, en la mesa.
- Tu boca, carnosa en el centro, y enjuta en sus extremos, hecha para besar, color rojo carmín. Que dibuja acaso la sonrisa más maravillosa que nuestro Dios ha sido capaz de crear.
- – Dijo ella. Y se quitó la boca, dejándola sobre la mesa.
- Entonces tu voz. – Dijo él, trémulo. – Tu hermosa voz que expresa con tanta dulzura lo que sucede en tu sensible ser, tu tono tan calmo que sólo puede transmitir paz al alma y alegría al corazón.